Con casi 300 votos la escritora platense Maria Guerra Alves fue distinguida por los amigos de la fanpage de Facebook con su cuento "Boleto de tren envuelto en una servilleta" como la más popular del certamen. El domingo 28 de diciembre llegó desde su La Plata y en sencilla pero emotiva ceremonia recibió la distinción de mano de las autoridades del Centro Cultural Kemkem.
Juan Manuel Montero Lacasa, Carlos Alberto Bonserio Carlomagno, Abelardo Ezequiel Lopez del Centro Cultural Kemkem y la premiada María Guerra Alves recibiendo el diploma correspondiente
Donativo para la biblioteca del Centro Cultural Kemkem de un ejemplar del libro Brotes
- Las Nada Que Ver.
autoria colectiva encabezada por Maria Guerra Alves, María Florencia Accqua, Danuela Góngora, Analía Pérez, Sofia Sorarrain y Lucia Módena.
Un semblanza de María: arriba de esos tacos altísimos con los que sale a caminar el mundo. Escribe con un poder de sintesis increible, pero siempre da un paso más, prueba de nuevo y hace otra cosa. Quiere llegar, escribe para la gente, para ser comprendida, para distender, para ilusionar.
Boleto de tren envuelto en una servilleta
Mediados de 1984.
La confirmación de su puesto como maestra suplente, por tres meses, fuera de su ciudad, no era la noticia que estaba esperando. Le hubiera gustado un lugar más agradable, aunque fuera en una zona rural, pero más cerca de su casa.
Sin embargo, no dudó en aceptar. No solo necesitaba el dinero, sino que le serviría para sumar puntaje.
Ya no podría ir a dar clases en bicicleta, como lo hacía en sus prácticas. El único medio de transporte posible para ella sería el tren.
Sería muy duro estar tantas horas lejos, sin contacto con su padre, cuyo estado de salud era delicado. No tenían teléfono. Lo habían pedido a fines de la década anterior, sin resultados.
Era una templada mañana de invierno. Llovía torrencialmente. Se levantó con una hora y media de anticipación. Se bañó, se maquilló, se vistió acorde al clima, preparó un bolso con una muda de ropa, calzado, una toalla y su flamante guardapolvo blanco que aún no había estrenado. Con sus diecinueve años recién cumplidos, parecía una adolescente.
Veinticinco minutos de viaje en colectivo, la separaban de la estación de trenes. La puntualidad la caracterizaba desde muy pequeña. Sabía que llegaría temprano, pero prefería que así fuera.
El tren salió a horario. Cientos de personas de diversas edades y ocupaciones circulaban apurados para llegar a sus respectivos trabajos. Se sentó en el tercer vagón, del lado de la ventanilla. Melancólica, miró el paisaje urbano que tantas veces había contemplado viajando con su madre. Imaginó los rostros de sus nuevos alumnos al recibir la noticia sobre su llegada como maestra suplente. Alguien la hizo suspender sus pensamientos, ofreciéndole un caramelo de menta.
– Gracias – dijo acercando su delicada mano.
Un muchacho poco mayor que ella se había sentado a su lado. También llevaba libros y carpetas.
– ¿Somos colegas?
– Yo soy maestra de 5º grado.
– Yo, profesor de matemática en colegios secundarios.
– Me llamo Gabriel.
– Ingrid, mucho gusto – dijo, dándole la mano derecha.
Ambos estaban recién recibidos. Tenía muchas ideas para poner en práctica. Habría tiempo para ello. Estaban comenzando su vida como docentes.
Ingrid lamentó tener que bajarse del tren en lo mejor de la conversación. Se despidieron como viejos amigos, luego de unos escasos minutos de charla.
La mañana siguiente estaba espléndida, aunque con menos temperatura. Los nervios de Ingrid habían disminuido. Los temores del primer día ya habían pasado.
Al subir al tren decidió sentarse en el mismo asiento. Reservó el de al lado colocando libros y carpetas hasta que Gabriel llegó.
– Perdón, ¿está ocupado?
– No.
– ¿Lo guardaste para mí?
Las mejillas de Ingrid se tiñeron de rojo. ¿Qué diría su novio si se enterara?
Retomaron la charla y nuevamente el tiempo transcurrió volando.
Ingrid nunca se había sentido tan cómoda con nadie, ni siquiera con sus compañeros de secundaria. Guardó su secreto. Le producía terror saber que alguien podría pensar mal de ella, por esa cita diaria en el tren.
Una fría mañana Gabriel llegó con medialunas tan calientes como exquisitas, que disfrutaron en el corto trayecto que compartieron. Segundos antes de que Ingrid bajara, anotó su nombre y dirección en un boleto de tren y lo envolvió en una servilleta.
– Teléfono no tengo.
– Yo tampoco – agregó Ingrid, mientras guardaba la servilleta en su libro.
Tres semanas después de su primer encuentro, Gabriel fue convocado para trabajar en un colegio de su ciudad. No pudo despedirse de Ingrid.
La confirmación de su puesto como maestra suplente, por tres meses, fuera de su ciudad, no era la noticia que estaba esperando. Le hubiera gustado un lugar más agradable, aunque fuera en una zona rural, pero más cerca de su casa.
Sin embargo, no dudó en aceptar. No solo necesitaba el dinero, sino que le serviría para sumar puntaje.
Ya no podría ir a dar clases en bicicleta, como lo hacía en sus prácticas. El único medio de transporte posible para ella sería el tren.
Sería muy duro estar tantas horas lejos, sin contacto con su padre, cuyo estado de salud era delicado. No tenían teléfono. Lo habían pedido a fines de la década anterior, sin resultados.
Era una templada mañana de invierno. Llovía torrencialmente. Se levantó con una hora y media de anticipación. Se bañó, se maquilló, se vistió acorde al clima, preparó un bolso con una muda de ropa, calzado, una toalla y su flamante guardapolvo blanco que aún no había estrenado. Con sus diecinueve años recién cumplidos, parecía una adolescente.
Veinticinco minutos de viaje en colectivo, la separaban de la estación de trenes. La puntualidad la caracterizaba desde muy pequeña. Sabía que llegaría temprano, pero prefería que así fuera.
El tren salió a horario. Cientos de personas de diversas edades y ocupaciones circulaban apurados para llegar a sus respectivos trabajos. Se sentó en el tercer vagón, del lado de la ventanilla. Melancólica, miró el paisaje urbano que tantas veces había contemplado viajando con su madre. Imaginó los rostros de sus nuevos alumnos al recibir la noticia sobre su llegada como maestra suplente. Alguien la hizo suspender sus pensamientos, ofreciéndole un caramelo de menta.
– Gracias – dijo acercando su delicada mano.
Un muchacho poco mayor que ella se había sentado a su lado. También llevaba libros y carpetas.
– ¿Somos colegas?
– Yo soy maestra de 5º grado.
– Yo, profesor de matemática en colegios secundarios.
– Me llamo Gabriel.
– Ingrid, mucho gusto – dijo, dándole la mano derecha.
Ambos estaban recién recibidos. Tenía muchas ideas para poner en práctica. Habría tiempo para ello. Estaban comenzando su vida como docentes.
Ingrid lamentó tener que bajarse del tren en lo mejor de la conversación. Se despidieron como viejos amigos, luego de unos escasos minutos de charla.
La mañana siguiente estaba espléndida, aunque con menos temperatura. Los nervios de Ingrid habían disminuido. Los temores del primer día ya habían pasado.
Al subir al tren decidió sentarse en el mismo asiento. Reservó el de al lado colocando libros y carpetas hasta que Gabriel llegó.
– Perdón, ¿está ocupado?
– No.
– ¿Lo guardaste para mí?
Las mejillas de Ingrid se tiñeron de rojo. ¿Qué diría su novio si se enterara?
Retomaron la charla y nuevamente el tiempo transcurrió volando.
Ingrid nunca se había sentido tan cómoda con nadie, ni siquiera con sus compañeros de secundaria. Guardó su secreto. Le producía terror saber que alguien podría pensar mal de ella, por esa cita diaria en el tren.
Una fría mañana Gabriel llegó con medialunas tan calientes como exquisitas, que disfrutaron en el corto trayecto que compartieron. Segundos antes de que Ingrid bajara, anotó su nombre y dirección en un boleto de tren y lo envolvió en una servilleta.
– Teléfono no tengo.
– Yo tampoco – agregó Ingrid, mientras guardaba la servilleta en su libro.
Tres semanas después de su primer encuentro, Gabriel fue convocado para trabajar en un colegio de su ciudad. No pudo despedirse de Ingrid.
Julio de 2014.
Ingrid quería aprovechar las vacaciones de invierno para ordenar su casa. Decidió empezar por su biblioteca. Cada libro tenía un importante significado. Algo cayó de uno de ellos. Había permanecido allí durante treinta años.
Jamás había olvidado a Gabriel. En los últimos tiempos lamentó no haber sabido su apellido, para buscarlo a través de Internet. No pudo evitar pensar qué habría sucedido si hubieran continuado con esa amistad que poco a poco se había ido convirtiendo en algo prohibido, aunque sus labios se habían rozado solo una vez. Estaba arrepentida de haber corrido su cara cuando él intentó besarla. En ese momento no se hubiera perdonado engañar al que luego fue su esposo.
– ¡Qué idiota fui! – dijo en voz alta.
Convivir con Damián había sido una tortura. Luego de su divorcio pasaron pocos hombres por su vida. Relaciones intrascendentes.
Nunca pudo olvidar los viajes compartidos con ese ser tan especial. Era increíble que esos pocos días hubieran sido tan importantes, luego de tres décadas.
Abrió la servilleta con la ilusión de encontrar algún dato más. Solo decía su nombre y la dirección. Buscó en Google. En ese lugar habían construido un edificio de oficinas. La casa de Gabriel ya no existía. No tenía información suficiente para buscarlo.
Como no tenía horarios que cumplir, haría algo diferente durante su receso invernal. Y su actividad no tenía por qué limitarse a la limpieza.
A la mañana siguiente subió a su auto. Estacionó a cincuenta metros de la estación. El tren salió a la misma hora que hacía treinta años. En la misma estación subió Gabriel, que había soñado con Ingrid aquella noche. El asiento que ella le guardaba cada día estaba ocupado por una pila de libros con hojas amarillas.
– ¿Me puedo sentar?
– No sé. Te fuiste sin despedirte – dijo quitando sus cosas.
– ¿Querés que nos despidamos ahora?
– No. ¿Vos querés eso?
– Quiero que retomemos la charla inconclusa.
Se sentó. Se miraron. Sus labios se rozaron, como aquella vez, pero segundos más tarde se perdieron en un beso eterno. Sin darse cuenta, Ingrid y Gabriel llegaron a destino.
Ingrid quería aprovechar las vacaciones de invierno para ordenar su casa. Decidió empezar por su biblioteca. Cada libro tenía un importante significado. Algo cayó de uno de ellos. Había permanecido allí durante treinta años.
Jamás había olvidado a Gabriel. En los últimos tiempos lamentó no haber sabido su apellido, para buscarlo a través de Internet. No pudo evitar pensar qué habría sucedido si hubieran continuado con esa amistad que poco a poco se había ido convirtiendo en algo prohibido, aunque sus labios se habían rozado solo una vez. Estaba arrepentida de haber corrido su cara cuando él intentó besarla. En ese momento no se hubiera perdonado engañar al que luego fue su esposo.
– ¡Qué idiota fui! – dijo en voz alta.
Convivir con Damián había sido una tortura. Luego de su divorcio pasaron pocos hombres por su vida. Relaciones intrascendentes.
Nunca pudo olvidar los viajes compartidos con ese ser tan especial. Era increíble que esos pocos días hubieran sido tan importantes, luego de tres décadas.
Abrió la servilleta con la ilusión de encontrar algún dato más. Solo decía su nombre y la dirección. Buscó en Google. En ese lugar habían construido un edificio de oficinas. La casa de Gabriel ya no existía. No tenía información suficiente para buscarlo.
Como no tenía horarios que cumplir, haría algo diferente durante su receso invernal. Y su actividad no tenía por qué limitarse a la limpieza.
A la mañana siguiente subió a su auto. Estacionó a cincuenta metros de la estación. El tren salió a la misma hora que hacía treinta años. En la misma estación subió Gabriel, que había soñado con Ingrid aquella noche. El asiento que ella le guardaba cada día estaba ocupado por una pila de libros con hojas amarillas.
– ¿Me puedo sentar?
– No sé. Te fuiste sin despedirte – dijo quitando sus cosas.
– ¿Querés que nos despidamos ahora?
– No. ¿Vos querés eso?
– Quiero que retomemos la charla inconclusa.
Se sentó. Se miraron. Sus labios se rozaron, como aquella vez, pero segundos más tarde se perdieron en un beso eterno. Sin darse cuenta, Ingrid y Gabriel llegaron a destino.
Y sí. Cuántas veces sucede. El asunto es que treinta años después estés conforme con lo que ves. Y tengas ganas de terminar, ó de redondear, lo iniciado.
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